«Preferiría no hacerlo»

«¿Cómo está tu madre?», me preguntan

Aviso de contenido: depresión.

Mi madre está bien. Su madre tenía los ojos verdes y la nariz pequeña. Eso es todo lo que sé de mi abuela porque así se recoge en las señas personales de su carnet del cuerpo de Correos. De mi abuelo sé aún menos, apenas un nombre que he descubierto recientemente. El resto de detalles, fechas y acontecimientos, no son más que harapos que remiendo con hipótesis traumáticas.

Mi madre está bien. Sé que un trabajador puede permanecer de baja por depresión un máximo de 12 meses consecutivos, prorrogables otros 6 meses, porque es el tiempo que ella se pasó en la cama. Cuando sucedió, no recuerdo si yo aún estaba en el instituto o si ya había empezado la universidad. Lo que sí sé es que se levantaba cada noche para hacernos la cena.

Mi madre está bien. Tuvo que escuchar que estaba enferma para fastidiarle a él, pero incluso en aquella época conservaba el humor. Bromeaba con que le daba miedo tirarse por la ventana y caerle a alguien encima. Un lugar común en el que la vida de cualquier transeúnte anónimo tenía más valor que la suya, pero ¿quién se acerca ahora al acantilado y no siente la tentación?

Mi madre está bien. Aguantó cada pésame y cada «era una gran persona» con estoicismo. Al verla, yo solo podía pensar en el gran tabú que me había confesado: «Deseé que se muriera porque no podía más». Tuvo suerte, pero ¡ay, la culpa! Pensar siquiera lo inimaginable tiene consecuencias que se filtran a través de las grietas. ¿Cuántas puede contener un cuerpo antes de romperse?

Mi madre está bien. Solo tienes que tener cuidado al andar por su casa para no tropezarte con alguno de los pedazos de su cuerpo. Están por todas partes; en su habitación, junto a los utensilios de cocina, bajo las fotos escondidas en los cajones. Incluso en los dos cuartos que permanecen siempre cerrados: el estudio de mi padre y la habitación de invitados. Algunos pedazos son tan pequeños que permanecen suspendidos entre el polvo del aire y, al respirarlos, se te quedan atravesados en los pulmones como si fueran amianto.

Mi madre está bien. La nevera de su casa es moderna y llega del suelo al techo; una inmensidad que refuerza el vacío del interior. Un par de limones, unas cuantas cervezas y un trozo de queso seco. Ese electrodoméstico de atrezo es el único que no miente y, cuando visito a mi madre, lo inspecciono mientras me pregunta si me alimento bien cuando no estoy con ella. Al terminar de comer juntos, siempre quiere que me lleve las sobras en un táper.

Mi madre está bien. Recibió la primera dosis de la vacuna en silla de ruedas y ese fue el único día que salió de casa en los dos meses que estuvo escayolada. El médico pensó que con unas muletas bastaría, pero ni el historial ni mi madre mencionaron la fragilidad de unas muñecas de anciana. Convencer a una enfermera jubilada para que usara una silla de ruedas fue difícil. ¡Y cuánto la entiendo! ¿De qué sirve una autonomía asistida cuando quieres ocultar la vulnerabilidad a toda costa?

Mi madre está bien. Desde que se arregló la dentadura, tiene una sonrisa perfecta que le encanta mostrar cuando hablas con ella. Le gusta tanto sonreír, tanto, que a veces tarda algunos segundos en darse cuenta de que la conversación no es alegre. Y cuando escuchas el crujir de los engranajes con su cambio de expresión, sientes que la has traicionado.

Mi madre está bien. Una vez le conté que iba a terapia. Quería normalizar otro tipo de estrategias y que viera que alguien tan cercano a ella las exploraba para sentirse mejor. «La psiquiatría no es suficiente», pretendía que leyera entre líneas. ¡Ah, qué ingenuo fui! Al silencio habitual le siguieron las lágrimas. Había tallado una nueva muesca en su historial de madre.

Mi madre está bien. De lunes a viernes sale a caminar por las mañanas o hace gimnasia. Después, los martes toma el vermut con su hermana y su sobrina, y los jueves por la tarde sale a tomar algo con sus amigas. Su psiquiatra cree que aún podría estar mejor y por eso le ha aumentado la dosis del antidepresivo. Todavía le quedan horas en el día para correr a ninguna parte.

Mi madre está bien. Las veces que he insinuado lo contrario he tenido que recular porque «bueno, bueno», «¡ay, no digas esas cosas!» o «me duele que pienses eso». Ante mí desfilan todas y cada una de las etapas del duelo. Todas y cada una excepto la última. Y tras cada paso atrás, recuerdo mi papel y perfecciono la autenticidad de mi interpretación. Tengo a la mejor de las maestras.

Mi madre está bien. No quería que tuviera hijos, me decía cuando era pequeño, y no fue hasta mucho tiempo después que me empezaron a temblar los labios si imaginaba las preguntas. ¿Quisiste tenerme a mí, madre? ¿Te arrepientes de haberme tenido? Pero no te preocupes; al menos en esto prometo no defraudarte. Estaré a la altura por primera vez. El dolor que hemos heredado terminará conmigo.

Mi madre está bien. Y si alguna vez leyera esto, lo sentiría como un reproche. O peor aún, como un fracaso.

cervunu

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